Plan de continuidad pedagógica
Materia: Literatura
Año: 5to
Trabajo Nº2
Lea el siguiente cuento y resuelva
las consignas que se detallan más abajo:
Tito nunca más (Mempo Giardinelli)
Para Pierpaolo Marchetti
1/
El mundo se le vino abajo el día que le cortaron la pierna.
Solo tenía dieciocho años y era un centrodelantero natural, uno de los mejores
número nueve surgido jamás de las divisiones inferiores de Chaco For Ever.
Acababa de ser vendido a Boca Juniors, donde iba a debutar semanas después,
cuando recibió la citación para ir a la Guerra. Aquel verano del '82 el General
Galtieri ordenó atacar las Islas Malvinas y Tito Di Tullio fue convocado al
término de la primera semana. Ahí empezó su calvario.
Le tocó estar en la batalla de Bahía de los Gansos, en la
que los cañones ingleses convirtieron las praderas en infierno, los Harriers
atacaban como palomas malignas y los gurkas se movían como alacranes. Un
granadazo hizo volar por los aires la trinchera que habían cavado por la mañana
y una esquirla en la pierna derecha le quebró el fémur y lo dejó tendido, boca
arriba, mirando un punto fijo en el cielo como pidiéndole una explicación.
Enseguida reaccionó y, en medio de la balacera, se hizo un torniquete para
detener la pérdida de sangre. La herida no hubiera sido demasiado grave si lo
hubiesen atendido a tiempo, pero la incompetencia militar argentina y la furia
británica lo obligaron a permanecer allí por muchas horas, durante las que fue
sintiendo cómo la gangrena o como se llamase esa mierda que lo paralizaba le
tomaba toda la pierna. El bombardeo y la metralla, ruidosamente unánimes,
impedían todo movimiento, y Tito, que parecía un muerto más en el campo de
batalla, solo pudo llorar amargamente, inmóvil y aterrado por el dolor y por el
miedo, dándose cuenta, además, de que nunca más volvería a jugar al fútbol.
Lo encontraron desvanecido y alguno dijo después que los
ingleses lo habían dado por muerto. Unos soldados enfermeros del 7º de
Artillería que marchaban en retirada, al día siguiente, lo reconocieron.
Chaqueños todos ellos, uno dijo ché éste se parece al Tito Di Tullio, el nueve
de For Ever, y otro dijo no parece, boludo, es el Tito y está vivo.
Lo colocaron en una camilla improvisada y lo llevaron hasta
el comando del regimiento, que por esas horas empezaba a rendirse. La
desmoralización era general y nadie sabía quién mandaba. Todos los oficiales
estaban desconcertados y de hecho habían abandonado a sus tropas. Batallones
enteros estaban a cargo de sargentos, o simples cabos, y cuando llegó la
camilla en la que agonizaba ese soldado que había perdido muchísima sangre,
alguien, seguramente un oficial británico, dispuso que fuese operado de
urgencia en uno de los hospitales de campaña que los ingleses instalaron en
Puerto Argentino, nuevamente llamado por ellos Port Stanley.
Allí le cortaron la pierna. Nadie supo ni sabría jamás si
fue lo mejor que se podía hacer en aquel momento, pero fue lo que hicieron. Así
terminó la guerra para Tito Di Tullio, y también se terminaron su carrera
futbolística y sus ganas de vivir.
2/
Cuando regresó al Chaco, cuatro meses después, apenas
sostenía su cuerpo magro y encorvado apoyándose en un par de muletas. Pero lo
que más impresionaba era la expresión de tristeza infinita que se le había
estampado en la cara como un tatuaje virtual.
Esa misma, primera semana, las autoridades de Chaco For Ever
le hicieron un homenaje en la cancha de la Avenida 9 de Julio. Con las tribunas
repletas, minutos antes de un partido de liga todo el estadio lo aplaudió de
pie, como a un héroe. Pero todos vimos, también, que Tito no se emocionaba ni
sonreía; era apenas un cuerpo irregular coronado por esa tristeza imbatible.
Era una mueca mezcla de horror, angustia y rabia, y todos vimos cómo sus ojos
velados miraban la gramilla con resentimiento y más allá a unos chicos que
jugaban con una pelota a la que Tito, me pareció, hubiese querido patear para
siempre.
Desde
entonces, muchas veces me pregunté cómo se hará para soportar semejante
frustración. Los que estamos completos, y somos jóvenes, no podemos siquiera
redondear la dimensión de nuestra piedad. Incapaces de imaginar la crueldad de
la tragedia, nos la figuramos como un fantasma que jamás nos alcanzará, ocupado
como está -suponemos- en hacer estragos con las vidas de los otros.
3/
Como dos o tres años después, recuperada la democracia, un
día yo salía del Cine Sep llevando del brazo a la que era mi novia, Lilita
Martínez, y de pronto lo vi y me quedé paralizado. En pleno centro de la ciudad
y a las nueve de la noche, apoyado sobre dos muletas deslucidas, de maderas
cascadas por el uso y con un par de calcetines abullonados en las puntas a
manera de absurdos zapatos silenciosos, Tito Di Tullio extendía una lata
esperando que alguien depositara allí unas monedas.
Creo que él no me vio, y yo, cobardemente, no me atreví a
acercarme. Di un rodeo arrastrando a Lilita del brazo, y luego me pasé la
noche, en rueda de amigos, criticando estúpidamente al sistema político que
permitía que nuestros pocos héroes de guerra fuesen humillados. Se suponía que
los veteranos recibían algún subsidio del Estado, pero evidentemente eso no
impedía que acabaran pordioseros. No había programas de trabajo para ellos, y
además la sociedad los despreciaba: por duro que fuese reconocerlo, nadie
quería ver en los ex combatientes su propia estupidez. Por eso, automarginados
por el resentimiento infinito que los vencía, los supuestos héroes se habían
convertido en un problema incómodo e irresoluble. Eran glorias de una guerra
que ya no importaba a nadie y no valían más que un discurso por año en boca de
algún cretino con poltrona en el poder.
4/
Durante un largo tiempo dejé de verlo, y nunca supe si fue
por pura casualidad o porque Tito desapareció de las calles de la ciudad. Ya
nadie hablaba de esa guerra y todo el país se alarmaba con otras crisis más
visibles y cercanas.
La democracia era una ardua tarea a finales de los ochenta.
La crisis económica empezaba a hacer estragos, y, como si la decadencia de
muchas instituciones fuese una de sus consecuencias inevitables, también For
Ever se vino abajo. El club entró en una pendiente de la que todavía no termina
de recuperarse: desafiliado de todas las ligas durante años, solo después de
una amnistía se le permitió volver a jugar en los campeonatos promocionales del
interior del país. Y esa reactivación futbolera demostró que la vieja pasión de
los chaqueños por el único equipo que llegó a jugar en primera en varios
torneos nacionales se mantenía intacta, y todos volvimos al viejo estadio de la
9 de Julio con las mismas antiguas banderas, bombos y entusiasmos.
Ahí reencontré a Tito, afuera del estadio, junto a las
puertas de acceso a las tribunas populares. Los días de partido llegaba
temprano, abría una mesita de tijera y colocaba sobre ella un canasto con
golosinas y banderines, cigarrillos y cosas de poco valor, casi
insignificantes, y se quedaba distraídamente apoyado en su único pie y con la
muleta en el sobaco.
La primera vez me acerqué a saludarlo y él se dejó abrazar,
mansamente, como un hombre resignado a su desdicha. Me pareció que no le
disgustaba que la gente lo viese y saludase como a un viejo héroe, de la Guerra
y de los listones blanquinegros de la casaca forevista. Pero enseguida me di
cuenta de que, aunque devolvía todos los saludos, conservaba ese gesto mínimo,
esa leve mueca de resentimiento que los viejos amigos, al menos, podíamos
advertir.
Yo pensé que no aceptaba convertirse a sí mismo en recuerdo
y que esa era su tragedia, porque seguía siendo un símbolo del For Ever campeón
de los años de la Dictadura. El reconocimiento de la gente no era más que eso:
un saludo momentáneo. Y aunque todos le brindaban su afecto, y más de uno le
compraba cosas que no necesitaba, era obvio que en el fondo todo eso lo
enfurecía secretamente. Por eso no entraba jamás a la cancha.
Lo observé durante varios fines de semana: desinteresado de
lo que pasaba adentro, siempre de espaldas al estadio, su patético desprecio
solo conseguía subrayar cuánto odiaba asumirse como mito, como estatua viviente
del gran centrodelantero que la Guerra había malogrado.
Y en el exacto minuto en que comenzaba cada partido, Tito se
iba. Casi en simultáneo, podía escucharse el pitazo dentro del campo y verlo
desarmar la mesita. Velozmente plegaba la bandeja, la reconvertía en maletín,
se la cargaba a la espalda y se marchaba a toda la velocidad que le permitía su
andar irregular y roto.
5/
Una tarde me quedé afuera, y antes de que huyera me le
acerqué. Yo había pensado varias veces, antes, en ayudarlo de algún modo. Una
vez lo propuse para un trabajo en la universidad; otra convencí a los japoneses
del Zan-En para que lo admitieran en la panadería. Pero él ni siquiera se
presentó para hacerse cargo. Tampoco me agradeció las gestiones ni pareció
apreciar mi comedimiento. De modo que dejé de insistir y aquella tarde, a las
puertas de la cancha, simplemente quise invitarlo a ver juntos el partido desde
la platea. For Ever jugaba contra Racing de Córdoba por las semifinales del
Promocional, era un sábado soleado, la cancha estaba llena y yo había
conseguido un par de buenos lugares.
Pero apenas formulé la invitación Tito me dijo que no con la
cabeza, que movió frenéticamente. Nervioso, pero sobre todo enojado por mi
insolencia, golpeó el piso con la muleta y me dijo "No jodás, andate de
acá". Y me miró fijo y sin pronunciar otras palabras me rogó con los ojos,
que parecían de fuego, que me alejara de allí.
Me aparté, por supuesto, y entré a la cancha justo en el
momento, apenas comenzado el partido, en que For Ever marcó un gol. A juzgar
por el estallido jubiloso en las tribunas, la gritería y el rumor de los
tablones repletos, había sido un golazo de esos que vuelven loca a la hinchada
porque se producen en los primeros segundos del partido, cuando el equipo rival
está apenas ordenándose en el campo. Me di vuelta para decirle dale Tito, vení,
no te pierdas esta alegría, pero él ya se iba y cuando lo llamé no se dio
vuelta, ni siquiera vaciló.
6/
Nunca más vi a Tito Di Tullio. Nunca más volvió al estadio,
no lo vi más en la ciudad y aunque hice algunas preguntas, meses después, nadie
supo darme razón. Muchas veces pensé que se habría suicidado, como tantos ex
combatientes de Malvinas. Imaginé que lo encontraban colgado de una viga, o que
se tiraba al Paraná desde lo más alto del puente que lleva a Corrientes. Y más
de una mañana me descubrí, vergonzantemente, buscando una nota luctuosa en los
diarios locales.
Pero nunca más lo vi y creo que fue lo mejor que pudo pasar.
Tito perdió por goleada con la vida y acaso su único triunfo fue saber
evaporarse.
Suelo pensar que esa es la clase de resultados que arrojan
las guerras idiotas: nunca hay un final, un verdadero final para sus
protagonistas anónimos. Solo ellos, cada uno de ellos y absolutamente nadie
más, han de saber lo insoportable que es vivir con el resentimiento quemándote
el alma.
Por eso, me dije, mejor olvidar a Tito, no buscarlo nunca
más. En todo caso, capaz que un día de estos escribo un cuento y lo hago
literatura.
Actividades:
1.
Buscar información sobre la Guerra de Malvinas y
ubicar los hechos del cuento en ese contexto.
2.
Retomando los conceptos trabajados el año
anterior, identificar en el cuento leído un mito, un héroe y una tragedia. ¿Qué
tienen en común cada uno de estos?
3.
La representación de los combatientes de
Malvinas siempre se enmarcó en el relato épico. Luego de la lectura de este
cuento, ¿cómo describirías al protagonista? ¿qué diferencias encontrás con el
héroe épico?
4.
¿Dentro de qué cosmovisión ubicarías este
cuento? Justificá tu respuesta con un breve texto en donde argumentes tu
postura.
5.
Escribí una carta de lectores para el periódico
escolar bajo el lema “¿Héroes, víctimas o qué…? en donde expongas tu punto de
vista sobre los hechos de la guerra de Malvinas y las consecuencias en sus
protagonistas.
6.
Elaborá dos cuestionarios de entrevista (entre 5
y 10 preguntas de desarrollo). El primero de ellos, para realizarle a Tito Di
Tullio, delantero estrella de Chaco Forever y el segundo para el sr. Di Tullio,
ex combatiente de Malvinas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario